EL PECADO

Reflexion por el Padre Maciej Józefczuk, SVD

Trabaja en la Librería Verbo Divino

Costa Rica

 

El mes pasado hemos reflexionado sobre la tentación y hemos preguntado por su sentido. Hemos visto que ser tentado es propio del ser humano. No seríamos hombres normales, auténticos, si no tuviéramos tentaciones, si no conociéramos la tentación. Jesús, como verdadero hombre que era, fue también tentado: «Fue tentado en todo, como semejante nuestro que es, pero sin pecado» (Heb 4, 15).

 

Y es que no sólo la tentación, sino también el pecado, forma parte de nuestra condición humana. Sin pecado, no hay ser humano. Nadie más que Jesús estaba exento de pecado. Así pudo también salvar a la mujer adúltera, lanzando a sus acusadores este reto: «Aquel de ustedes que no tenga pecado, tire la primera piedra» (Jn 8,7). No hubo quien tirara una piedra.

 

Este destino humano se nos muestra ya en las primeras páginas de la Biblia. Desde la infancia estamos familiarizados con la narración del paraíso: cómo Dios creó al hombre y a su mujer, cómo los llevó al huerto de delicias, dejándolo enteramente a su disposición, a excepción de un árbol; cómo luego la tentación se ofreció al hombre y el hombre cayó en la tentación. Uno tras otro, sin interrupción, se siguen los tres actos del drama: creación, tentación, pecado. Apenas creado, se ve el hombre tentado, y apenas tentado, peca.

 

El pecado aparece cuando aparece el hombre. El pecado es la primera acción que la Biblia refiere del hombre. Desde el comienzo mismo es el hombre pecador. Tal es el sentido de aquel versículo del salmo que todos conocemos: «Yo soy el culpable desde que nací, en pecado me concibió mi madre» (Sal 51,7).

 

Lo más curioso en el relato del primer pecado es que el hombre no tiene la menor necesidad del fruto prohibido. En el paraíso tenía lo que necesitaba para su felicidad. Pero todo esto no lo ve él ya: su mirada se fija en lo prohibido. En el Nuevo Testamento tenemos un ejemplo parecido en la parábola del hijo pródigo. También él llevaba en casa de su padre una vida feliz, sin preocupaciones. Pero entonces se le ocurre pedir descaradamente su herencia, pensando que fuera de la casa paterna gozará de mayor felicidad; luego demasiado tarde, reconoce cuan estúpidamente ha procedido (Lc 15,11-32).

 

La parábola del hijo pródigo, si bien no refiere un hecho histórico, es, con todo, una historia verdadera. Todas las parábolas son relatos inventados y, no obstante, son relatos verdaderos. Nunca han acontecido, y acontecen todos los días. Por eso, tampoco Adán en el paraíso es un personaje histórico concreto, sino simplemente el tipo del hombre. Él es el hombre, tal como es, como ha sido y como será siempre. El relato del paraíso nos quiere mostrar esto: tal es el hombre, tan fácilmente cae en la tentación de pecar.

 

La Sagrada Escritura no nos informa por tanto de un primer pecado histórico, de un pecado original, sino sencillamente nos presenta el pecado del hombre, tal como ha sido, es hoy y seguirá siéndolo siempre.

 

Así también hay que descartar las conclusiones que desde antiguo estamos acostumbrados a sacar de este primer pecado. Lo penoso y caduco de la vida del hombre no tiene su origen en el pecado del primer hombre. El que el relato del paraíso presente los dolores del parto y la muerte corporal como castigo del pecado se explica cómo ropaje literario de la parábola. La Biblia no pretende formular enseñanzas sobre la naturaleza física del hombre. Y, sobre todo, no dice nada de que el hombre antes de la caída poseyera una inteligencia más lúcida y una voluntad más fuerte, tal como lo han enseñado la teología dogmática y el catecismo. Adán, tal como lo presenta la Biblia, no muestra ni lucidez de inteligencia ni fuerza de voluntad. Presta una fe ciega a los cuentos de Eva y de la serpiente y no opone la menor resistencia a la tentación. La constitución física y moral del hombre no ha sido nunca ni más ni menos que la que es hoy.

 

Entonces, ¿qué decir de su estado de justicia original? Según la doctrina tradicional de la Iglesia, la primera pareja en el paraíso estaba dotada de unos maravillosos y espléndidos dones de gracia. Ahora bien, Dios castigó tan duramente a los primeros padres por el pecado, que perdieron la vida de la gracia no sólo para sí mismos, sino incluso para toda su descendencia. Consiguientemente, siguió el mundo un rumbo completamente diferente del que Dios había querido y planeado. Con toda razón nos escandalizamos ante la idea de tal castigo, que en modo alguno está en proporción con la acción pecaminosa de un solo hombre. Sería verdaderamente cruel un Dios que no sólo no diera al pecador la menor posibilidad de arrepentimiento, sino que además castigara a los inocentes descendientes del pecador, los repudiara y los dejara en un estado calamitoso hasta que por fin (¡quizás al cabo de un millón de años!) enviara al Redentor para expiar el «pecado de Adán». Este Dios creador sería además un Dios curiosamente impotente, cuyo mundo habría evolucionado diferentemente de como él tenía previsto. Todas estas ideas proceden de la falsa suposición de que en el relato del paraíso se habla de un pecado históricamente primero.

 

En realidad, la situación «dichosa» del primer hombre (ni siquiera se puede hablar legítimamente de un primer hombre) no difería en nada de la de todos los hombres posteriores. Con todo hombre que viene a este mundo está Dios en una relación de amor. En efecto, ninguna otra relación entre Creador y criatura parecería tener un sentido razonable. Ahora bien, el hombre, en cuanto criatura, es también débil. Cierto que Dios creó al hombre bueno, pero es propio de la naturaleza humana estar expuesta, como lo está a la enfermedad del cuerpo, también a la caída moral, al mal. Esto nos lo atestigua también la Sagrada Escritura cuando pone en boca de Dios estas indulgentes palabras, a la vista del mundo pecador: «En realidad, el corazón humano es propenso al mal desde la adolescencia» (Gen 8,21). El mal, la inclinación a hacer el mal, es algo congénito en el hombre, el hombre lo lleva en el corazón. «Del corazón salen las malas intenciones, homicidios, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios, injurias» (Mt 15,19).

 

Por consiguiente, el relato del paraíso sólo puede tener este sentido: Dios creó bueno al hombre, pero el hombre, situado ante la tentación, peca con una probabilidad rayana en lo trágico. Aquí debemos también tener en cuenta que la Biblia no carga al demonio con la culpa del pecado. Se habla de tentación por la serpiente. «La serpiente me engañó» (Gen 3, 13), pero hubo de pasar tiempo hasta que se vio al demonio en la serpiente.

 

Así, constatamos que el hombre fue siempre pecador, y es siempre pecador. No nos es posible eludir el pecado. Y, sin embargo, Dios mismo nos deja expuestos a este riesgo. Ésta es sin duda la cuestión que más nos intriga y que nunca lograremos resolver totalmente. Cierto que en el pecado influyen también nuestra flaqueza y las circunstancias, pero, sea cual fuere el papel que hayan desempeñado…, sin embargo, en nuestra conciencia nos reconocemos siempre culpables.

 

Una y otra, debilidad y culpa, están implicadas en nuestro ser humano y en nuestra condición de niños ante Dios. Dios nos deja la miseria del pecado, a fin de que se ponga de manifiesto que el que nos salva es Dios. Sin el pecado no sabríamos quién es Dios. El que no ha experimentado nunca lo que es volver a ser acogido en gracia por Dios después de haber caído en desgracia, no conoce a Dios. Y si Dios no hubiese enviado a su Hijo al mundo y Jesús no hubiese muerto en cruz por nuestros pecados, tampoco conoceríamos al Padre. Nunca debemos esperar la salvación de nuestras propias fuerzas. Debe aparecer completamente como obra de Dios. «Dios escogió lo débil – dice san Pablo – para avergonzar a lo fuerte…, para que ninguna carne se gloríe ante Dios. De Dios viene el que ustedes estén en Cristo Jesús… para la justicia, la santificación y la redención, para que se cumpla lo que está escrito: El que se gloría, que se gloríe en el Señor» (1Cor 1, 27-31).