Reflexion por el Padre Maciej Józefczuk, SVD

Trabaja en la Librería Verbo Divino

Costa Rica

 

Muy estimados Hermanos,

 

En el principio era el Verbo… Nosotros, para nuestra reflexión, pongamos en el principio el… MAL. La experiencia, o las experiencias (casi) cotidianas del mal.

 

Frente al mal tenemos siempre la sensación de que aquí sucede algo que propiamente no debería suceder, pero al mismo tiempo tenemos también con frecuencia la sensación de que está pasando algo de que realmente no se puede huir. El mal, simplemente está. Sabemos que desde la redención quedó quebrantado el poder del mal. Pero este saber es en gran manera teorético, pues en realidad experimentamos constantemente la muerte y el pecado como un poder permanente. Y lo que quizá más nos inquieta es el tener que preguntarnos: ¿Pero ha cambiado algo en el mundo con la cruz de Jesús? ¿En qué consiste la redención, en qué consiste la victoria sobre el mal?

 

¿Se debe esto únicamente a que somos incapaces de responder, o es que quizá no haya respuesta posible?

 

En todo caso, una cosa debemos asegurar desde el principio: Cuando nos servimos de los conceptos «el mal», «el poder del mal», nos referimos a algo meramente pensado, a algo que sólo está en nuestras mentes. «El mal» como una existencia, un ser, (recuerden aquí las clases de filosofía: en griego το ον; ουσια; o, en latín: ens), «el mal» en sí no existe. Y eso es la primera cosa que tenemos que tener en mente. «El mal» sólo existe en cuanto que toma cuerpo en una persona, a causa del querer y del obrar de esta persona. No existe «el mal», sino que existe el hombre malo, el hombre que hace algo malo.

 

Bueno, pero de ahí, seguramente, nos surgen las preguntas tipo: ¿Cómo se le ocurre al hombre hacer algo malo? ¿A qué se debe que sea un hombre malo?

 

Y, la respuesta más obvia, la que daría la mayoría de las personas, especialmente de la tradición cristiana, sería: aunque «el mal» en sí no existe, pero existe «el malo», el maligno. Éste es el mal en persona, la encarnación del mal. Por él, por sus intrigas y sus maquinaciones adquiere poder el mal en la tierra. Él siembra el mal en los corazones de las personas. Él los induce a hacer mal.

 

Esta respuesta se apoyará en el testimonio de la Sagrada Escritura. Se ve ya confirmada por el relato del paraíso. La serpiente, el diablo, tienta a la mujer, la incita al pecado. Por sí misma Eva no habría tenido la idea de pecar (Gen 3, 1-7). Y en el Nuevo Testamento leemos que Jesús fue tentado por el diablo. Jesús mismo habla constantemente del diablo. El diablo es el enemigo que siembra cizaña entre la buena simiente de Dios (Mt 13, 39) y se lleva de los corazones de los hombres el buen grano de la palabra de Dios (Lc 8, 12). Así lo aprendimos ya en el catecismo: desde que los primeros padres se hicieron esclavos del diablo por el primer pecado, este tiene poder sobre los hombres y trata de perderlos en cuerpo y alma. Es verdad que Jesús lo venció en la cruz; sin embargo, toda vida cristiana en seguimiento de Jesús —como la vida de Jesús mismo — es una lucha incesante con el diablo.

 

Por esto mismo tenemos también la costumbre de implorar la protección contra el demonio. Basta con mencionar aquí varias oraciones a San Miguel (“…con el poder de Dios precipita al infierno a Satanás y a los otros espíritus malignos que van rondando por el mundo para la perdición de las almas”). En muchos cánticos religiosos y en muchas oraciones corrientes se implora la ayuda de Dios y de los santos en la lucha contra el «enemigo maligno». Sólo en nuestras Completas del breviario, se menciona tres veces al diablo.

 

Fijémonos también en los mismos inicios de la vida cristiana: en el bautismo, está presente el demonio. Nada menos que tres exorcismos se contienen en el rito tradicional del bautismo, y la renuncia expresa a Satanás, a sus obras y a sus pompas forma parte de la renovación de las promesas del bautismo en la solemnidad de la primera comunión y en la celebración anual de la vigilia pascual. Prácticamente, desde el inicio de la formación en la fe, también la formación catequética se pone ante los ojos de los niños el tremendo y amenazador poder del diablo, y este miedo acompaña a muchos cristianos hasta el fin de su vida.

 

De hecho, parece que en la oración y en la predicación de la Iglesia, como en la Sagrada Escritura, se expresa en forma convincente la creencia de que el mal viene del diablo. Pero ¿es así en realidad? Esta pregunta preocupa a miles de personas de nuestros días con una fuerza extraordinaria. Por una parte, estamos dispuestos a aceptar incondicionalmente la palabra de la Sagrada Escritura. Por otra parte, sabemos que los autores sagrados, aun estando indudablemente al servicio de la revelación divina, no dejaban de ser hijos de su tiempo, y al pensar y al escribir se basaban en concepciones que el Dios de la revelación no quiso nunca imponer a la humanidad de todas las épocas venideras. Así pues, no basta con señalar que la Biblia habla de Satanás. Tenemos además que preguntar si tales aserciones bíblicas forman parte de la doctrina de fe obligatoria de la Iglesia o son únicamente elementos no obligatorios, pertenecientes a la idea del mundo propia del ambiente bíblico.

 

Y es exactamente eso que me propongo a reflexionar con Ustedes, estimados Hermanos. Es un área de teología que – de manera general – nos asentamos más en las tradiciones populares que en propia Biblia y la genuina enseñanza de la Iglesia.

 

Como la base de nuestro estudio tomé el libro El diablo un fantasma de Herbert Haag.

 

Para reflexionar:

¿Qué ideas sobre el mal, el diablo me enseñaron desde el niño?

¿Qué ideas sobre este tema tengo hoy y cómo las trasmito?